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SAN AGUSTÍN

 
Aurelio Agustín (en latín: Aurelius Augustinus, nació en Tagaste (Imperio romano), el 13 de noviembre del 354 - Hipona (Imperio romano de Occidente) el 28 de agosto del 430). Fue un escritor, teólogo y filósofo cristiano. San Agustín es una de las figuras más interesantes de su tiempo, del cristianismo y de la filosofía. Su personalidad originalísima y rica deja una huella profunda en todas las cosas donde pone su mano.

LA VIDA Y LA PERSONA

La filosofía y la teología medievales, es decir, lo que se ha llamado la Escolástica, toda la dogmática cristiana, disciplinas enteras como la filosofía del espíritu y la filosofía de la historia, ostentan la marca inconfundible que les imprimió. Más aún: el espíritu cristiano y el de la modernidad están influidos decisivamente por San Agustín; y tanto la Reforma como la Contrarreforma han recurrido de un modo especial a las fuentes agustinianas.


San Agustín es un africano. No se puede olvidar esto. Africano como Tertuliano, hijo de aquella África romanizada y cristianizada del siglo IV, sembrada de herejías, donde conviven fuerzas religiosas diversas. animada de una pasión extraordinaria. San Agustín Nace en Tagaste, en Numidia, cerca de Cartago, el 354. En su ascendencia se encuentran dos influencias bien distintas: su padre, Patricio, magistrado pagano, bautizado solo al morir, hombre violento e iracundo, de encendida sensualidad, que luego hubo que perturbar tanto a Agustín; su madre, Mónica, canonizada después por la Iglesia, mujer de gran virtud y hondo espíritu cristiano. Agustín, que quizo a su madre apasionadamente, tuvo que debetirse entre los impulsos de su doble herencia.

Aurelio Agustín estudió muy joven en Tagaste, en Madauro y luego en Cartago, a los diecisiete años. En esta época se enamora de una mujer, y de ella nació su hijo Adeodato. También en este tiempo encuentra Agustín por vez primera la revelación filosófica, leyendo el Hortensio, de Cicerón, que le hizo una impresión muy fuerte; desde entonces adquirió conciencia del problema filosófico, y el afán de verdad ya no había de abandonarlo hasta la muerte. Busca la escritura, pero le parece pueril, y la soberbia frusta este primer contacto con el cristianismo. Y entonces va a buscar la verdad en la secta maniquea.

Manes nació en Babilonia a comienzos del siglo III, y predicó su fe por Persia y casi toda el Asia, hasta la India y la China. Vuelto a Persia, fue preso y murió en suplicio. Pero su influencia se extendió por Occidente también, y fue un grave problema para el cristianismo hasta muy entrada la Edad Media. El maniqueísmo contiene muchos elementos cristianos y de las diversas herejías, algún recuerdo budista, influencia gnósticas y, sobre todo, ideas capitales del mazdeísmo, de la religión persa de Zoroastro. Su punto de partida es el dualismo irreductible del bien y del mal, de la luz y las tinieblas, de Dios y del diablo, en suma. La vida entera es una lucha de los dos principios inconciliables. Al maniqueísmo acudió San Agustín lleno de entusiasmo.

En Cartago enseña retórica y elocuencia, y se dedica a la astrología y a la filosofía. Luego marcha a Roma, y de aquí a Milán adonde le sigue a su madre. En Milán encuentra al gran obispo San Ambrosio, teólogo y orador, a quien se escucha asiduamente, y contribuyó tanto a su conversión. Descubre entonces la superioridad de la Escritura y, sin ser aún católico, se aleja de la secta Manes; por último, ingresa como catecúmeno en la Iglesia. Desde entonces se va aproximando cada vez más al cristianismo; estudia a San Pablo y a los neoplatónicos, y el año 386 es para él una fecha decisiva. Siente, en el huerto milanés, una crisis de llanto y desagrado de sí mismo, de arrepentimiento y ansiedad, hasta que oye una voz infantil que le ordena: «Tolle, lege», toma y lee. Agustín coge el Nuevo Testamento y al abrirlo lee un versículo de la Epístola a los Romanos que alude a la vida de Cristo frente a los apetitos de la carne. Se siente transformado y libre, lleno de luz; el obstáculo de la sensualidad desaparece en él. Agustín es ya totalmente cristiano.

Desde este momento su vida es otra, y se dedica integramente a Dios y a su actividad religiosa y teológica. Su historia se va convirtiendo en la de sus obras y su labor evangélica. Se retira una temporada a una finca, con su madre, su hijo y algunos discípulos, y de esa permanencia proceden algunos de sus escritos más interesantes. Luego se bautiza por manos de San Ambrosio y se dispone a volver a África. Antes de salir de Italia pierde a su madre, y Agustín la llora apasionadamente; dos años después, ya en Cartago, muere el hijo. Luego es ordenado sacerdote en Hipona, y más tarde consagrado obispo de esta misma ciudad. Su actividad es extraordinaria, y junto al ejemplo fervoroso de su alma cristiana van surgiendo sus obras. En agosto del año 430 muere en Hipona San Agustín.

OBRAS

La producción agustiniana es copiosísima, de alcance y valor desiguales. Las obras más importantes son las referentes a la dogmática y a la teología, y las que exponen su pensamiento filosófico. Sobre todo, las siguientes:

  • Los trece libros de las Confessiones, un libro autobiográfico en que cuenta Agustín, con la intimidad desconocida en el mundo antiguo, su vida hasta el año 387, y al mismo tiempo muestra su información intelectual y las etapas por que pasó su alma hasta llegar a la verdad cristiana, desde la que puede iluminar su vida entera, confesándola ante Dios. Es un libro sin equivalente en la literatura, de altísimo interés filosófico.
  • La otra obra máxima de San Agustín es la titulada De civilate Dei, la ciudad de Dios. Es la primera filosofía de la historia, y su influjo ha perdurado hasta Bossuet y Hegel.
  • Al lado de estas dos obras podemos contar los tres diálogos que siguiron a su conversión, De beata vita, Contra Academicos y De ordine. Además, los Siloloquia, el De trinitate, etc.

San Agustín recoge una serie de doctrinas helénicas, sobre todo neoplatónicas, de Plotino y Porfirio; a Platón y a Aristóteles los conoce muy poco y por vía indirecta, mucho más a los estoicos, epicúreos, académicos y, sobre todo, a Cicerón. Este caudal importantísimo de la filosofía griega pasa al cristianismo y a la Edad Media a través de San Agustín. Pero adapta generalmente las aportaciones de los griegos a las necesidades filosóficas de la dogmática cristiana; es el primer momento en que la filosofía griega como tal va entrar en contacto con el cristianismo. Gracias a esta labor, la fijación de los dogmas da un paso gigantesco, y San Agustín se convierte en el más importantes de los Padres de la Iglesia latina. Su obra filosófica es una de las fuentes capitales de que se ha nutrido la metafísica posterior.

LA FILOSOFÍA

EL PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA

La filosofía agustiniana tiene un contenido que se expresa del modo más radical en los Soliloquios: Deum et animam scire cupio. Nihilne plus? Nihil omnino. Quiero saber de Dios y del alma. ¿Nada más? Nada más en absoluto. Es decir, no hay más que dos temas en la filosofía agustiniana: Dios y el alma. El centro de la especulación será Dios, y de ahí su labor metafísica y teológica; por otra parte, San Agustín, el hombre de la intimidad y la confesión, nos legará la filosofía del espíritu; y, por último, la relación de este espíritu, que vive en el mundo, con Dios, lo llevará a la idea de la civita Dei, y con ella a la filosofía de la historia. Estas son las tres grandes aportaciones de San Agustín a la filosofía, y la triple raíz de su problema.

DIOS

Este carácter del pensamiento agustiniano tiene graves consecuencias; una de ellas, el poner el amor, la caridad, en primer plano de la vida intelectual del hombre. El conocimiento no se da sin amor. Si sapientia Deus est (escribe en De civitate Dei), verus philosophus est amator Dei. Y todavía con más claridad afirma: Non intratur in veritatem nisi per caritatem. No se entra en la verdad sino por la caridad. Por esto la raíz misma de su pensamiento está movida por la religión, y es esta quien pone en movimiento su filosofía. De Agustín procede la idea de la fides quaerens intellectum, la fe que busca la comprensión, y el principio credo ut intelligam, creo para entender, que han de tener tan hondas repercuciones en la Escolástica, sobre todo en San Anselmo y Santo Tomás. Los problemas de la relación entre la fe y la ciencia, entre la religión y la teología, quedan ya planteados en San Agustín.

San Agustín recoge el pensamiento platónico, pero con importantes alteraciones. En Platón, el punto de partida son las cosasSan Agustín, en cambio, se apoya sobre todo en el alma como realidad íntima, en lo que llama el hombre interior. Por esto la dialéctica agustiniana para buscar a Dios es confesión. San Agustín cuenta su vida. El alma se eleva de los cuerpos a ella misma, luego a la razón, y, por último, a la luz que la ilumina, a Dios mismo. Se llega a Dios desde la realidad creada, y sobre todo desde la intimidad del hombre.

Como el hombre es la imagen de Dios, encuentra a este, como en un espejo, en la intimidad de su alma; apartarse de Dios es como arrojar las propias entrañas, vaciarse en cada vez menos; cuando el hombre, en cambio, entra en sí mismo, descubre la Divinidad. Pero solo mediante una iluminación sobrenatural puede el hombre conocer a Dios de un modo directo.

Dios, según la doctrina de San Agustín, ha creado el mundo de la nada; es decir, no de su propio ser, y libremente. También recoge la teoría platónicas de las ideas, pero en el sistema agustiniano estas están alojadas en la mente divina: son los modelos ejemplares, según los cuales Dios ha creado las cosas en virtud de una decisión de su voluntad.

EL ALMA

El alma tiene un papel importantísimo en la filosofía agustiniana. No es lo más interesante su doctrina acerca de ella, sino sobre todo, el que nos pone en contacto con su peculiar realidad, como nadie lo habia hecho antes que él. El análisis íntimo de su propia alma, que constituye el tema de las Confesiones, tiene un valor inmenso para el conocimiento interior del hombre. Por ejemplo, la aportación de San Agustín al problema de la experiencia de la muerte.

El alma es espiritual. El carácter de lo espiritual no es simplemente negativo, es decir, la inmaterialidad, sino algo positivo, a saber, la facultad de entrar a sí mismo. El espíritu tiene un dentro, un chez  soi, en el que puede recluirse, privilegio que no comparte con ninguna otra realidad. San Agustín es el hombre de la interioridad: Noli foras ire, in te redi, in interiore homine habitat veritas, escribe en De vera religione.

El hombre, que es a la vez racional (como un ángel) y mortal (como animal), tiene un puesto intermedio. Pero, sobre todo, es imagen de Dios, imago Dei, por ser una mente, un espíritu. En la triplicidad de las facultades del alma, memoria, inteligencia y voluntad o amor, descubre San Agustín un vestigio de la Trinidad. La unidad de la persona, que tiene esas tres facultades, íntimamente enlazadas, pero no es ninguna de ellas, es la del yo, que recuerda, entiende y ama, con perfecta distinción, pero manteniendo la unidad de la vida, la mente y la esencia.

San Agustín afirma (con fórmulas análogas a la del cogito cartesiano, aunque distintas por su sentido profundo y su alcance filosófico) la evidencia íntima del yo, ajeno a toda posible duda, a diferencia del testimonio dubitable de los sentidos corporales y del pensamiento sobre las cosas. «No hay que temer en estas verdades (dice (De civitate Dei, XI, 26)) los argumentos de los académicos, que dicen: ¿Y si te engañas? Pues si me engaño, soy. Pues el que no existe, en verdad, ni engañarse puede; y por esto existo si me engaño. Y puesto que existo si me engaño, ¿cómo puede engañarme acerca de que existo, cuando es cierto que existo si me engaño? Y, por tanto, como yo, el engañado, existiría, aunque me engañara, sin duda no me engaño al conocer que existo.»

El alma, que por su razón natural o ratio inferior conoce las cosas, a sí misma y a Dios indirectamente, reflejado en las criaturas, puede recibir una iluminación sobrenatural de Dios, y mediante esta ratio superior elevarse al conocimiento de las cosas eternas.

¿Cuál es el origen del alma? San Agustín queda un tanto perplejo frente a esta cuestión. Duda, y con él toda la Patrística y la primera parte de la Edad Media, entre el generacionismo o traducianismo y el creacionismo. El alma, ¿se enjendra también de las almas de los padres, o es creada por Dios con ocasión de la generación del cuerpo? La doctrina del pecado original, que le parece más comprensible si el alma del hijo procede directamente de los padres, como el cuerpo, lo impulsa a inclinarse hacia el generacionismo; pero al mismo tiempo siente la flaqueza de esta teoría, y no rechaza la solución creacionista.

EL HOMBRE EN EL MUNDO

El problema moral en San Agustín aparece en íntima relación con las cuestiones teológicas de la naturaleza y la gracia, de la predestinación y la libertad de la voluntad humana, del pecado y la redención, en cuyo detalle no podemos entrar aquí. Hay que advertir, sin embargo, que todo este complejo de problemas teológicos ha tenido una gran influencia en el desarrollo ulterior de la ética cristiana. Por otra parte, los escritos agustinianos, exagerados y alterados de su sentido propio, fueron utilizados ampliamente por la Reforma en el siglo XVI, y de este modo persiste una raíz agustiniana de la ética moderna de filiación protestante.

Para San Agustín, del mismo modo que el hombre tiene una luz natural que le permite conocer, tiene una conciencia moral. La ley eterna divina, a la que todo está sometido, ilumina nuestra inteligencia, y sus imperativos constituyen la ley natural. Es como una transcripción de la ley divina en nuestra alma. Todo debe estar sujeto en un orden perfecto: ut omnia sint ordenatissima. Pero no basta con el hombre conozca la ley; es menester, además, que la quiera; aquí aparece el problema de la voluntad.

El alma tiene peso que la mueve y la lleva, y este peso es el amor: pondus meum amor meus. El amor es activo, y es él quien, en definitiva, determina y califica la voluntad: recta itaque voluntas est bonus amor et voluntas perversa malus amor. El amor bueno, es decir, la claridad en su más propio sentido, es el punto central de la ética agustiniana. Por esto su expresión más densa y concisa es el famoso imperativo ama y haz lo que quieras (Dilige, et quod vis fac).

Como la ética, también la filosofía del Estado y de la historia depende de Dios en San Agustín. Vive en días críticos para el Imperio. La estructura política del mundo antiguo esta transformándose de un modo rápido, para dejar paso a otra. La presión de los bárbaros es cada día mayor. Alarico llega a ocupar Roma. El cristianismo había penetrado ya hondamente en la sociedad romana, y los paganos culpaban de las desventuras que ocurrían al abandono de los dioses y al cristianismo; ya Tertuliano había tenido que salir al paso de estas acusaciones; San Agustín emprendió para ello una enorme obra apologética, en la que expone todo el sentido de la historia: La ciudad de Dios.

La idea central de Agustín es que la historia humana entera es una lucha entre dos reinos, el de Dios y el del Mundo, entre la civitas Dei y la civitas terrena. El Estado, tiene sus raíces en principios profundos de la naturaleza humana, está encargado de velar por las cosas temporales: el bienestar, la paz, la justicia. Esto hace que el Estado tenga también una significación divina. Toda potestad viene de Dios, enseña San Agustín, siguiendo a San Pablo. Y, por tanto, los valores religiosos no son ajeno al Estado, y este tiene que estar impregnado de los principios cristianos. Al mismo tiempo tiene que prestar a la Iglesia el apoyo de su poder, para que esta pueda realizar plenamente su misión. Como la ética, la política no puede separarse en San Agustín de la conciencia de que el último fin del hombre no es terrenal, sino que de lo que se trata es de descubrir a Dios en la verdad que reside en el interior de la criatura humana.

LA SIGNIFICACIÓN DE SAN AGUSTÍN

San Agustín (se ha dicho) es el último hombre antiguo y el primer hombre moderno. Es un hijo de aquella África romanizada, penetrada de la cultura greco-romana, convertida en provincia imperial desde hacía mucho tiempo. Su siglo ve un mundo en crisis, amenazando por todas partes, pero todavía subsistente. El horizonte social y político que encuentra es el Imperio romano, la creación máxima de la historia antigua. Las fuentes intelectuales de que vive San Agustín son en su mayoría de origen helénico. La antigüedad, pues, nutre el pensamiento agustiniano.

Esta influencia es más profunda porque Agustín no es cristiano desde el principio; su primera visión de la filosofía le viene de una fuente claramente gentílica, como es Cicerón, uno de los hombres más representativos del modo de ser del hombre antiguo. El cristianismo todar en conquistar a Agustín: Sero te amavi, pulchritudo tan antiqua et tam nova!, exclama San Agustín en las confesiones.

Esta es la situación en que se encuentra San Agustín. Ve el mundo con ojos paganos, y entiende en su plenitud la maravilla del mundo antiguo. Pero desde el cristianismo le parece que todo esto, sin Dios, es una pura nada y un mal. El mundo (y con él la cultura clásica) tiene un enorme valor; pero es menester entenderlo y vivirlo desde Dios. Solo así es estimable a los ojos de un cristiano.

Pero este hombre fronterizo que es San Agustín, que vive en la raya de dos mundos distintos, no solo conoce y abarca los dos, sino que llega a lo más profundo y original de ambos. Es tal vez la mente antigua que comprende mejor la significación total del Imperio y de la historia romana. Y por otra parte San Agustín representa uno de los ejemplos máximos en que se realiza la idea del cristianismo, uno de los tres o cuatro modos supremos en que se ha vertido el hombre nuevo. Toda la Escolástica, a pesar de sus altas cimas, va a depender en lo esencial de San Agustín. El último hombre antiguo es el comienzo de la gran etapa medieval de Europa.

Y muestra también San Agustín algo característico, no solo del cristianismo, sino de la época moderna: la intimidad. Hemos visto cómo pone en su centro en el hombre interior. Pide al hombre que entre en la interioridad de su mente para encontrarse a sí mismo y, consigo, a Dios. Es la gran lección que va a aprender primero San Anselmo, y con él toda la mística de Occidente. Frente a la dispersión en lo extermo propia del hombre antiguo, hombre de ágora y foro, San Agustín se encuentra con holgura en la interioridad de su propio yo. Y esto lo conduce a la afirmación del yo como criterio supremo de certeza, en una fórmula próxima al cogito cartesiano, aunque pensada desde supuestos distintos: Omnis qui se dubitatem intelligit, verum intelligit, et de hac re quam intelligit, certus est.

San Agustín ha logrado poseer como nadie en su tiempo lo que iba a constituir la esencia misma de otro modo de ser; de ahí su incomparable fecundidad. Las confesiones son el primer intento de acercarse el hombre a sí mismo. Hasta el idealismo, hasta el siglo XVII, no se llegará a nada semejante. Y en este momento, cuando con Descartes el hombre moderno se vuelve a sí mismo y se queda solo con su yo, San Agustín adquirirá de nuevo una influencia profunda.

San Agustín ha determinado una de las dos grandes direcciones del cristianismo, la de la interioridad, y ha hecho que llegue hasta sus últimos extremos. La otra dirección ha quedado en manos de los teólogos griegos, y por ello en la Iglesia de Oriente. Esto ha decidido en buena medida la historia de Europa, que desde su nacimiento muestra la huella del pensamiento agustiniano.